jueves, 15 de febrero de 2024

CHEMA FAZ : ""LO QUE NUNCA QUISE SER"".

 











LO QUE NUNCA QUISE SER (1)  
Tras mis pasos en el banco por la central contable de Albacete y la sucursal de Cieza, aquel 12 de agosto de 1972 me llegó el nombramiento de interventor cajero en la nueva Urbana que se iba a inaugurar en el Puerto de Sagunto, y que previamente mi hermano Mariano desde su importante puesto en el departamento comercial de Madrid, ya me había buscado. Eso suponía para mí y toda la familia salir de aquel pueblo espartero donde conocí a mi mujer, nos casamos y nacieron nuestras dos primeras hijas. Pero si quería abrirme camino dentro del banco, no tenía más remedio que engancharme a ese tren que según dicen, sólo pasa una vez en la vida y el mío ya me estaba esperando en el andén de mi vida.
El lunes 18 de setiembre de aquel año de 1972, a las ocho en punto de la mañana, como si se tratara de una corrida de toros, cogía mi “flamante” Seat 600E, (entonces todo un cochazo) matrícula MU- 117928, y ponía rumbo a tierras valencianas. Precisamente ese día, cumplía mi hija Elisa cuatro años, pero el deber me impedía poder celebrarlo en familia como tenía que haber sucedido.
Hasta Alicante tuve que ir por la costa al no existir aún la autovía, pero ya en la capital alicantina cogí la autopista que me llevaba hasta Valencia. Aunque iba escuchando la radio del coche, el nerviosismo era patente pues no sabía lo que me iba a encontrar en ese nuevo destino que sería sin lugar a dudas muy distinto al que actualmente tenía en Cieza, y con más responsabilidad al tratarse mi primer “cargo” dentro de la empresa. Y así, sobre las 12 llegaba a Sagunto. Aparqué mi coche en una plaza que estaba muy cerca de la oficina del banco. Ya me había informado el sr. Rostoll, interventor de la misma, que me había llamado a Cieza tropecientas veces para decirme cuando me iba a incorporar, cosa que no efectué hasta recibir el nombramiento. Al parecer, él ya sabía mi destino y quería acelerar mi incorporación, habida cuenta que se trataba de una oficina nueva en el Puerto y deseaba tener al director y a mí, algunos días antes de su apertura.
Nada más entrar en la oficina me recibió el sr. Huertas, que era apoderado adscrito a la dirección, pasándome directamente al despacho del director. Allí estuvimos charlando, pues el director estaba en una visita y no tardaría en volver. Huertas, un saguntino de pura cepa, ya metido en los sesenta años, me contó su vida y que el artífice de que se abriese aquella urbana en el puerto era él, ya que la mayoría de clientes los había parido uno a uno. Le hubiese gustado la dirección de la oficina, pero con su edad, estaba claro que la alta dirección pensaba más en su jubilación que en darle cualquier puesto directivo. Por ello, se le veía muy dolido con el banco, aunque ya resignado y dispuesto a ayudarme en la que me hiciese falta.
Conocí en persona al famoso sr. Rostoll, el que me llevó todo el mes por la calle de la amargura con la lata de mi incorporación. Y cómo no, lo primero que me soltó nada más darle la mano fue, “¿Y cómo no se ha incorporado Vd. antes?” …le insistí en que no lo había hecho porque debía de esperar el nombramiento, y parece, solo parece, que se quedó un poco más convencido.
-Sr. Faz – me decía a continuación -, ¿viene usted dispuesto a trabajar?, pues en la urbana del puerto va a tener trabajo para echarle a los chinos. Aunque le veo muy joven y creo que no va a tener problemas.
-Nunca me ha dado miedo el trabajo, sr. Rostoll, y espero que este nuevo destino sea importante para mí y para mi familia.
Minutos después de aquel diálogo para besugos, me presentó uno por uno a la numerosa plantilla, que podía ser más o menos como la de Cieza, aunque se veía gente más joven. A continuación, y como ya había regresado a su despacho el director, el sr Huertas que venía también en la ceremonia de la presentación, me dijo que ya podíamos ir a dirección.
-Don Manuel – decía el sr.Huertas entrando conmigo al despacho -, aquí le presento al sr. Faz que ha llegado de Cieza hace sólo unos minutos.
-¡Hombre, el sr. Faz! – contestaba de una forma algo irónica el director Manuel Terribas -, ya era hora de usted viniese a su nuevo destino…¿cómo es que ha tardado tanto en incorporarse
-Pues ya le he comentado al sr. Huertas – le contesto dándole la mano y sentándome en un sillón frente a él -, que la carta de mi nombramiento ha llegado hace solo unos días, y aunque bien es cierto que recibí por dos ocasiones la llamada del sr. Rostoll, en Cieza no me querían dejar marchar hasta tanto en cuanto llegase mi nombramiento oficial por carta que tiene que enviar jefatura de personal.
-Pues la verdad – seguía Terribas- , es que lleva pocos días abierta y se necesita la mano del nuevo interventor como el comer. ¿viene usted dispuesto a trabajar?
-Por supuesto, el trabajo no me asusta y si desde un principio acepté este nombramiento, lo hice con todas las consecuencias que me encontraría en mi destino. No se preocupe, eso no es problema.
-Eso está muy bien, pues de momento van a ser ustedes tres, con el director y un ventanillero. Ahora también está un chico del departamento técnico para organizar la apertura y en una semana o dos se marchará. Si la oficina sube el nivel de cifras y en trabajo, podría incorporarse uno más para que fuesen más desahogados. ¿Se ha traído usted a alguien de su familia?
-No, he venido yo solo. Mi intención es ir viendo pisos, y cuando tengo varios interesantes ir a por mi mujer para que los vea, y una vez lo tengamos apalabrado, hacer la mudanza en el menos tiempo posible y venirnos toda la familia. Tengo dos hijas pequeñas a las que también tendré que ver colegios, etc.
Poco más seguimos hablando, pues a Terribas ya le esperaba una visita. Así que tras despedirme de él y del interventor, el sr. Huertas y yo emprendimos camino del puerto. La verdad, yo estaba ya deseando llegar y conocer la oficina y al director del que tenía muy buenas referencias por lo que muy sucintamente me había comentado mi acompañante.
El puerto estaba a unos seis kilómetros equidistante de Sagunto. En un principio yo me esperaba un pequeño pueblo de playa donde lo único positivo que le suponía era eso, que estaba a la orilla del mar, y ello me encantaba. Cuando ya estábamos llegando, vi a lo lejos algunas chimeneas humeantes y un emporio industrial muy importante. Eran los altos hornos del mediterráneo, que se derivaban de los altos hornos de Vizcaya. Y alrededor de este monstruo de la industria energética se habían establecido una serie de empresas afines que hacían del puerto una pequeña ciudad, más que un pueblo. Y eso lo observé fehacientemente nada más entrar por sus avenidas y calles…aquello no era ni mucho menos Cieza, pues allí se veía mucha vida, mucha actividad, nada que ver con el pueblo espartero.
Llegamos a Luis Cendoya, la calle donde estaba ubicada la oficina. Paré el coche en una placita cerca del mismo, y también lo hizo el Sr. Huertas con el suyo. Nada más llegar a la altura de lo que se suponía era una oficina, me llevé un tremendo chasco, pues aquel bajo, sensiblemente deteriorado en su fachada, era el local que había tenido durante años la corresponsalía y de momento era la oficina “provisional” del banco. Antiguamente había sido la oficina de correos, según me comentaba Huertas, posiblemente cuando Franco era cabo, y no había ninguna duda que su interior dejaría mucho que desear.
Entramos a la oficina el apoderado adscrito y yo, llevándome en ese momento una grata sorpresa… (Continuará)


LO QUE NUNCA QUISE SER (2)
-¡Hombre, si nos conocemos!, tú eres Salvador Solanes…- decía yo nada más atravesar la puerta - , fuimos compañeros en la central contable de Albacete
- Es verdad, chicarrón, ¿cómo estás? – se acercaba a mí el chico dándome la mano -, ¿no me digas que tú eres el nuevo interventor cajero?...
-El mismo que viste y calza…¡vaya una sorpresa!
Acto seguido Solanes me presentó al ventanillero. Se trataba de un chico que había estado trabajando en la corresponsalía durante algunos años y que el banco estaba estudiando si lo hacía de plantilla, tras la petición que la oficina principal había cursado a jefatura de personal. Quizás sea, y sin temor a equivocarme, uno de los mejores compañeros que he tenido en mi larga vida profesional en Banesto. Se trataba de Juan Pablo Vázquez, que afortunadamente se conocía a cada uno de los clientes y de hecho había traído a mucho de ellos quitándoselos a la competencia. Tras la presentación protocolaria que efectuaba el sr. Huertas, a continuación, Solanes me presentó al chico del departamento técnico que era el encargado de poner en marcha la oficina en el sentido de asientos de contabilidad, traspasos de cuentas, y otras muchas teclas que sofisticadamente llevaba la apertura de una nueva sucursal del banco. Se trataba de Ricardo Zapico, asturiano, y más concretamente de Mieres por la que sentía admiración. Haríamos muy buenas migas.
Salvador me dirigió unas palabras en nombre de él y de los dos empleados que de momento trabajaban en la recién nacida urbana. Minutos después y tras dejarme bien arropado por esa miniplantilla, el sr. Huertas se volvió a Sagunto, no sin antes desearme toda la suerte del mundo y ponerse a mi disposición para lo que él pudiera servirme. Era todo un caballero, de los que hoy ya no quedan desgraciadamente.
Enseguida pedí trabajo. Eran ya cerca de las dos y media. Solanes me dijo que sumara los ingresos y los pagos para efectuar el cuadre de caja. Vázquez hizo el arqueo correspondiente y aquello cuadró más que un recluta ante un coronel: al pistón. Seguidamente, y tras el cierre de la oficina, nos fuimos a comer Solanes, Zapico y yo al bar Teruel, donde previamente mi director ya había encargado una paella para celebrar mi llegada. Antes de marcharse Vázquez, Solanes le dijo que no volviese por la tarde, pues era festividad de Santa Bárbara y ese día era medio festivo en la localidad.
Una vez comidos y tras una larga sobremesa donde cada uno habló de lo divino y de lo humano, explayándonos en nuestras anteriores vivencias bancarias, vinieron las copas que invitó Zapico, ya que la comida había sido cosa del director, quedando yo en invitarlos en una próxima. Allí, y ese día era yo el homenajeado, por aquello de ser mi presentación en la intervención de la urbana. A las cinco volvimos a la oficina, y allí empezó mi “calvario”. Nada más sentarme en mi mesa, y tras sacar de mi pequeño maletín mis cuadernillos, mis bolígrafos, lápices, y todo el material que siempre me gustaba tener, empecé a sentirme mal. Al principio pensé que era algo pasajero, pero no, conforme pasaban los minutos se apoderaron de mis unas terribles náuseas que en menos de diez minutos tuve que ir al pequeño y diminuto servicio para hacer el trasvase allí de toda la paella que me había engullido, con los calamares y mejillones incluidos. Estuve más de quince minutos esperando que se me pasara el mareo allí metido, pues ya no me quedaba más que expulsar. Cuando salí, tanto Solanes como Zapico al verme la cara tan blanca que llevaba me preguntaron,
-¿Qué te ha pasado?...macho creí que te había dado algo ahí dentro cuando tardabas tanto – repetía Solanes desde su despacho.
No sé si fue por los nervios de aquel primer día, del viaje, o de esa descomunal paella que nos metimos entre pecho y espalda, lo cierto y verdad es que lo recordaré como uno de los peores de mi vida…¿sería aquello un presagio de lo que me esperaba en ese nuevo destino?.
Aquella oficina no tendría más de veinticinco metros cuadrados. Tenía dos mesas grandes muy deterioradas y antiguas, así como un mostrador, también de madera carcomida que daba de lado a lado. Para entrar en la oficina había que pasar por una pequeña puerta abatible. Los dos armarios que existían los había puesto el banco, y también las sillas. El despacho del director era un cuartucho de unos dos metros, muy estrecho, donde sólo cabía una mesa y un sillón, sentándose el cliente en una esquina de la mesa, cada vez que quería hablar con el jefe. Un auténtico cuchitril, todo un espectáculo de película surrealista del cine italiano.
Cuando terminamos por la tarde, Solanes me acompañó al hostal Teide que regentaba un canario llamado Arturo Diaz Morante, para que me acomodase hasta que no hiciera el correspondiente traslado. Se encontraba algo alejado de la oficina, pero me dieron una habitación con baño individual y bastante fresquita, pues hemos de tener en cuenta que estábamos a 18 de setiembre y aún pegaba mucho la calima. Su aspecto era aceptable, pues estaba muy limpia y su mobiliario, aunque no era para tirar cohetes, al menos se veía bastante funcional y sobre todo cómodo. También tenía la ventaja que había desayuno, comida y cena, con lo cual me quitaba la pejiguera de tener que buscarlos una vez diese de mano en el banco. Me gustó, y eso era lo importante. Eso sí, aquella noche eché mucho de menos a mi Reme, pues, aunque ya había estado en Madrid en unos cursos unos meses antes y sabía lo que era dormir sin la parienta, qué queréis que os diga, con aquella edad de 26 años que por entonces tenía, uno no es de piedra, y la lívido estaba al orden del día, a pesar de que aquella tarde eché hasta la papilla que me dio mi madre cuando tenía mes y medio. Menos mal que el sueño me venció y enseguida me puse a jugar a las cartas con un tal Morfeo.
El trabajo en aquella oficina era terrible. Había que efectuar los asientos a más de 400 cuentas que nos pasó la oficina principal. Si comparaba mi trabajo tranquilo y sosegado de Cieza con aquello, era como de la noche al día. ¡Allí querría yo ver a Guirao, a Galindo o a Rodriguico, para que supieran lo que era trabajar! Nos faltaban horas, y para mí era un alivio cuando cogía todas las noches la cama en el hostal…¡hasta se me olvidaba que tenía mujer!...¡vaya tela!...
Casi todos los días que comíamos juntos, le insistía a Salvador la necesidad que teníamos de un nuevo empleado. Vázquez se encargaba de la ventanilla que no paraba en toda la mañana, pues allí entraba más gente que en el circo Price de Madrid con la Pinito del Oro, y yo que estaba con la contabilidad y la cartera de efectos, la compensación, etc., no tenía ni un minuto de tregua. Y es que allí había letras en cantidades industriales. Manejar aquella cartera, descontar, cargar, devolver, etc., eran tareas que normalmente en Cieza lo hacían tres personas y no había mucha diferencia en cantidades, teniendo en cuenta la de industrias que atendíamos como clientes. Con esas premisas, Solanes llamaba un día sí y otro también a Terribas, diciéndole que necesitábamos ayuda, pues estábamos desbordados. Y tanto fue nuestra insistencia que, a los quince días de mi llegada a la oficina, nos mandó un empleado de la oficina principal como ayuda. Se trataba de Manuel Goda, que era precisamente de Sagunto, pero vivía en el puerto. Era un chico muy agradable, con el que enseguida Solanes y yo hicimos buenas migas.
Como es natural le di el negociado de cartera, para que se pusiese a lidiar con esos montones de efectos, que, aunque no eran los especiales de Spilberg, sí que eran de timbre y daban mucho trabajo. No era muy hablador, pero sí que nos confesó que estaba en el comité de empresa y pertenecía a U.G.T. De momento ya, la primera en la frente…
(Continuará)


LO QUE NUNCA QUISE SER (3)
La verdad, el hecho de que Goda fuese sindicalista no iba a ser una cosa que me quitase el sueño, pero sí me preocupaba los muchos días de reuniones y visitas sindicales a las que tendría que acudir, pues ya estaba empapado con esas fugas extemporáneas que aquellos chicos del sindicato solían hacer por las que viví en Cieza con Manolo Martínez. Pero bueno, de momento habría que esperar acontecimientos, pues a lo mejor este otro Manolo no sería tan puntual a las citas ugeteras. No obstante, cuando apenas llevaba una semana trabajando en la sucursal, pasó una anécdota que no tengo más remedio que contaros porque tiene su enjundia.
Como ya os he contado, Manolo pertenecía al comité de empresa y nos había dicho por activa y por pasiva que no deberíamos ir a trabajar por la tarde, porque podía pasar la inspección de trabajo y se nos podía caer el pelo (yo aún tenía, pero Solanes muy poco). Un día nos llega la comunicación por parte de Madrid, que teníamos que hacer balance de impagados, cosa que solían pedir todos los meses, pero en distintas fechas para pillarnos infraganti. Precisamente ese día Goda estaba de trabajo hasta más allá, y no podía confeccionarlo por la mañana, así que me dijo como excepción, y solo como excepción, que lo haría por la tarde. Y mira tú por donde que aquella tarde había quedado con varios corredores para ver tres pisos, por lo que no podría ir al banco a trabajar. Eso hizo que tuviese que darle las llaves de la oficina a Manolo para que él acudiese a confeccionar su balance de impagados. Hasta ahí todo bien, pero lo peor vino al día siguiente.
Eran las 8 y diez cuando llegaba Goda a la oficina, cosa rara porque él siempre sobrepasaba los quince o veinte minutos. Entró cagándose en todo lo habido y por haber, cabreado hasta el tuétano. Le digo que se tranquilice una vez que me deja las llaves encima de mi mesa, y que me cuente qué le pasa, pues ni era normal su cara ni tampoco sus palabras altisonantes. Entonces me comenta que a eso de las 5 de la tarde llaman a la puerta el día anterior, y él creía que era yo, puesto que no llevaba llaves, y como la puerta era de madera no se veía quién llamaba. Total, que me explica que la abre y eran dos inspectores de trabajo. Se quedó muerto. Les explica muy sucintamente que él estaba allí porque había ido a efectuar un cuadre que no le dio tiempo hacerlo a las tres. Preguntaron por el director y precisamente Solanes estaba ese día en Valencia en asuntos familiares, mientras que yo estaba viendo pisos. Manolo les insistió que él no iba nunca a trabajar por las tardes, pues era del comité de empresa de la U.G.T., y era una de sus luchas para que ninguno de la plantilla acudiese a trabajar por las tardes. Pero aquellos inspectores no le hicieron ni puñetero caso y se limitaron a lo suyo; levantar acta. Mi empleado me explica que trató de convencerlos, y ya como último recurso, les indicó que esa denuncia con él trabajando en la oficina, una vez que al comité de empresa le llegase la notificación, con toda seguridad sería expulsado del partido. Tanto les rogaría y tan insistente se tuvo que poner, que llegó a “convencer” a los dos inspectores para que rompieran delante de él la hoja de denuncia, aunque le advirtieron que de ahora en adelante no volviera a infringir el horario establecido, y menos aun tratándose de un afiliado al sindicato.
Sólo llevábamos diez abiertos, cuando ocurrió la primera incidencia importante que nos hizo pasar unas horas con bastante preocupación, y más aún a Vázquez al que le incidía más preferentemente. Fue a la hora del cuadre. Había un descuadre de 22.000 pesetas. Hablando en plata para que lo entendáis, faltaban 22.000 pesetas en caja. La verdad es que nuestro ventanillero, al que ya os he comentado llevaba varios años en la corresponsalía manejando dinero y se le veía muy suelto en esta labor, aquello le vino muy de sorpresa. Me puse con él a repasar pago por pago e ingreso por ingreso y solamente vimos un ingreso de la misma cantidad que podía ser el hilo por donde tirar.
-¿Recuerdas que este señor te entregase el dinero? – le decía yo a Vázquez para ver si hacía memoria
-La verdad es que ahora mismo no recuerdo, pues ha habido muchos movimientos y éste concretamente no lo recuerdo muy bien.
-Este señor ha estado conmigo en el despacho hablando de un tema de acciones – intervenía Solanes que estaba repasando con nosotros el desfase.
-Pues, ahora que lo pienso puede que me dijera el ingreso que iba a efectuar y como se metió en tu despacho para hablar contigo, no me diese el dinero en ese momento, y cuando ya salió de la visita, cogió su libreta y se marchó – insinuaba Vázquez aclarándose más el asunto-. No hay duda, ha sido este hombre que se ha ido sin entregar el efectivo.
Aquella tarde Vázquez fue a su domicilio para aclarar el asunto, pero al parecer, según nos contó al día siguiente, sin suerte, porque el susodicho estaba empeñado en que sí le entregó el dinero. Yo, no las tenía todas conmigo y le dije a Solanes que esa misma tarde iría yo personalmente a verlo. No me había convencido mucho la negativa al ventanillero y quería investigar más a fondo al susodicho cliente. Vivía en un barrio a las afueras del puerto y allí que me presenté sobre las cuatro y media de la tarde. Me abrió su mujer y le expliqué que quería hablar con su marido, pues era el interventor-cajero de Banesto. Me pasó a una salita y en unos minutos se presenté el marido. A pesar de mis buenas palabras desde que comencé a hablar, el hombre seguía con sus trece de que había ingresado el dinero, aunque observé que miraba a su mujer en varias ocasiones y cada vez se estaba poniendo más nervioso.
-Mire – terminaba yo con mi visita -, veo que este dinero no aparece aparentemente y de momento esto no va a quedar así. Va a venir una inspección del banco a investigar y si después de eso sigue sin aclararse el asunto, tendremos que ponerlo en manos de la policía, y posiblemente vendrán a interrogarlo (yo me estaba inventando una película que no era verdad, pero al menos quería meterle miedo).
Siguió sin dar su brazo a torcer, pero yo aprecié más claramente aún que el hombre se había quedado con el dinero, no había duda alguna. Ya, a la mañana siguiente comenté lo de mi visita a Solanes y Vázquez, y la impotencia que nos suponía saber que ese tipejo se había quedado con el dinero y no podíamos hacer nada. Salvador comentó que él haría un último intento esa misma tarde y se llevaría a Zapico haciéndolo pasar como inspector de policía, para ver si así se desmoronaba el susodicho. Pero no hubo necesidad de ello, pues serían cobre las nueve y media cuando apareció por la oficina la mujer del cliente, visiblemente nerviosa que nada más entrar se dirigió al mostrador de Vázquez y,
-Mire, aquí le traigo el dinero – decía casi balbuceando a Vázquez mientras le entregaba un sobre - . Esta mañana barriendo la casa he encontrado este sobre que era donde mi marido había metido el dinero para ingresar…
No pudo articular más palabras. Vázquez le dio las gracias y recuerdo que cuando se despedía de ella le dijo esta lapidaria frase,
-Tenga mucho cuidado con su marido, y cuídese buena mujer, gracias.
Cuando la mujer se marchó, Solanes intervenía,
-Muchachos, este buen gesto que ha tenido esta mujer, nos ha librado de una mala imagen en la urbana que acabamos de abrir. En vista de ello, y como premio a vuestra preocupación e interés por lo ocurrido, hoy os voy a invitar a los cuatro a comer, así que ir cuadrando rápido que nos vamos al Teruel.
-¿Puedo pedir cochinillo al horno? – decía guasonamente Goda que ya lo conocíamos como un tripero de cuidado.
-No te pases Manolo – contestaba Salvador -, confórmate con un par de huevos fritos con patatas y un flan de caramelo…
(Continuará)


LO QUE NUNCA QUISE SER (4)  
Un par de días después de aquel incidente con comida incluida, nos llegó la aprobación por parte de jefatura de personal del pase a plantilla con carácter indefinido de Vázquez, noticia que celebramos todos y más concretamente el bueno del ventanillero que pasó unos días muy preocupados por el asunto de aquella falta en caja. Lógicamente la noticia le llenó de satisfacción y alegría al bueno de Juan Pablo, pues se lo estaba mereciendo sin lugar a dudas. Y para no ser menos a la comida que Solanes que nos había invitado a comer con motivo del dinero devuelto, él también lo hizo por su “entrada oficial” en la plantilla, y tanto Goda como Zapico que eran unos triperos de mucho cuidado, lo celebraron muy efusivamente.
A pesar de todas estas incorporaciones con su correspondiente trasiego, amén del trabajo diario que teníamos diariamente, parte de las tardes me las dedicaba a ir mirando pisos. Siempre acudía a un corredor que eran los más enterados y que lógicamente se llevaban su buena comisión, pero para mí me suponía más comodidad. Tras ver varios, por fin encontré uno que estaba muy bien. Tenía unos 140 metros cuadrados y estaba situado en la avenida de Eduardo Merello, hoy creo que 9 de Octubre. Eso sí, y para no perder la costumbre, también era un segundo sin ascensor. Esta vez el alquiler no era como esas mil pesetas que pagaba en Cieza en los pisos de Pepón, sino que ahora se subía a ¡cinco mil!, pero claro, con la ayuda que el banco me daría, amortiguaría la tremenda subida que me suponía aquella nueva renta mensual. De aquella negociación del pago del alquiler, se encargó, como siempre, mi hermano Mariano ante el jefe de personal, concediéndome una ayuda de cuatro mil pesetas, por lo que yo seguiría pagando las mil que tenía en Cieza…miel sobre hojuelas.
El 18 de setiembre de 1972 hicimos el traslado, precisamente el día que mi hija Elisa cumplía los cuatro años. Uno no sabe las cosas que tiene en su casa hasta que hace una mudanza, y en aquel piso de Cieza en el que ya llevábamos más de 10 años viviendo, teníamos demasiados muebles y demasiados enseres, que como es natural ya se encargó un capitoné de grandes dimensiones de cargar hasta el último alfiler. Recuerdo la frase de mi hija Ana con apenas un año y medio, “Papá, ¿es que han roto la casa?”… Naturalmente la mudanza corrió a cargo del banco, y aunque luego hubo varios desperfectos en el traslado, aquello no lo pagó nadie, y tonto de mí y como era un novato en estas lides, no reclamé ni al maestro armero. Cosas…
Como la sucursal iba subiendo en cifras poco a poco, solicitamos nuevamente de personal la incorporación de un subalterno, o sea un botones. Una vez más, surtió efecto esa reclamación, y nos fue concedido esa nueva alta en plantilla. Se trataba de Eduardo Palanca, y no pasaron ni dos días de aquella nueva noticia de personal, cuando una mañana, cuando apenas habían pasado diez minutos de nuestra incorporación al trabajo, se presentó el director de la oficina de Faura, un pueblecito muy cerca de Sagunto, pero ya de la provincia de Castellón, con su hijo Eduardo. Se echaba las manos a la cabeza cuando aquel padre observó el cuchitril donde estábamos metido, y que ahora íbamos a ser cinco, sin contar a Zapico que ya nos había anunciado su marcha.
Eduardo era un chaval espigado, muy reservado y de pocas palabras, y en esas su padre,
-Bueno, aquí os dejo a mi hijo – nos decía en la misma puerta del despacho de Solanes - , no sabe mucho del banco y espero que vosotros lo pongáis el día. Es un buen chico, ya lo veréis. Es servicial, educado y buena persona…¿Qué va a decir su padre de él?...
Minutos después, Solanes se fue a tomar un café con su homónimo de Faura y enseguida se marchó, no sin antes despedirse de la plantilla. Yo me alegré de aquella incorporación, porque el trabajo había subido como la espuma, y lo necesitábamos como agua de mayo.
Antes de que Zapico se marchara, y como jugábamos todas las semanas una quiniela la plantilla al completo, le dijimos que esa jornada la rellenara él que no tenía ni idea de fútbol, y ocurrió algo inesperado, pues nos tocó trece aciertos, fallándonos el Valladolid-Real Sociedad que lo llevábamos a un 2 fijo, y fue un empate a uno. Por la crónica que leímos en el diario deportivo MARCA, fue ganando la Real Sociedad todo el partido, y en el minuto 89 Lizarralde marcó el gol del empate vallisoletano arrebatándonos el pleno. De haberse producido tal contingencia, habríamos cobrado casi un millón y medio cada uno, conformándonos con las 17.000 pesetas que nos repartimos entre los seis. Nunca olvidaré el apellido Lizarralde, que podía haberse estado quietecico y no haber metido ese gol tan inoportuno que nos dejó a dos velas. Eso sí, para celebrar esas pesetillas que nos tocó, nos fuimos todos a comer al restaurante El Pino, cuyo propietario era un buen cliente del banco llamado Isidoro, y que siempre nos haría un menú en condiciones.
A nuestras hijas las inscribimos en el colegio Mater Inmaculata, que como bien dice su nombre, era religioso y más concretamente de monjas. Estaba muy cerquita de casa, apenas a dos manzanas y eso aún lo hacía más cómodo a mi mujer a la hora de llevarlas mañana y tarde, tiempo que aprovechaba para hacer amistad con otras madres y que aquella obligación diaria no le supusiera un trastorno en su quehacer diario. De hecho, coincidió con Maruja, la madre de dos niñas de las mismas edades que las nuestras, e hicieron una gran amistad, pues dio la casualidad que vivían justo en un edificio que estaba frente al nuestro, sólo cruzar la calle. Ya os contaré más adelante más cosas de esta amistad que se extendió al matrimonio y también a los hijos.
Estábamos ya a primeros de noviembre, y Zapico ya se había marchado. La verdad que era un buen chaval, al que apreciamos bastante en el tiempo que estuvo con nosotros, aunque ya en los últimos días se escaqueaba bastante, pues la oficina ya estaba funcionando perfectamente y su labor ya era cero. Ese día que hablo, a las 3 menos cuarto de la tarde nos entró nuestra primera inspección. Tras presentarse a Solanes y a mí, y saludar al resto de la plantilla que estaba ya terminando para marcharse, “escogió” una esquina del mostrador para poder trabajar, puesto que las mesas ya estaban ocupadas por los que allí trabajábamos. En pocos minutos se marcharon todos quedándonos Solanes y yo que ese día decidimos ir a comer a un restaurante y volvernos seguidamente a la oficina, por esa entrada que lógicamente nosotros no esperábamos. Así que llamamos a nuestras casas para que no nos esperaran y pusimos a disposición del inspector la llave de la caja para que empezara con su correspondiente arqueo. Seguidamente nos fuimos a comer, quedándose solo en la oficina el susodicho inspector.
Estábamos en la mesa del restaurante, donde ya nos habían servido unas cervezas y unas tapas y se habían tomado nota del menú que habíamos elegido, pero por esas cosas de la vida, parece ser que a ambos se nos cruzaron los pensamientos y,
-Oye Salvador, ¿estás pensando lo mismo que yo? – le decía a Solanes mientras me tomaba un par de tragos de cerveza -, este hombre ha llegado, nos ha enseñado su carnet de subinspector le hemos dado la llave de la caja y lo hemos dejado solo…
-¡Si, exactamente como tú lo estoy pensado ahora mismo! – respondía Solanes visiblemente nervioso -, ¿y si ese tío lleva el carnet falsificado y no es de inspección y con toda la caja a su disposición se larga con toda la pasta?...¡vamos! – decía mientras se levantaba como un resorte al igual que yo -, Rafael, volvemos en unos minutos – le indicaba al camarero mientras nos poníamos las chaquetas y salíamos del restaurante a toda pastilla….
(Continuará)
LO QUE NUNCA QUISE SER (5)
Llegábamos a la oficina con la lengua fuera, pues la verdad es que tan trajeados y conociéndonos ya mucha gente como el director y el interventor de Banesto, aquellos casi cien metros lisos que estábamos haciendo parecía algo histriónico, y más aun conociéndonos la gente nuestra forma de ser. Nada más llegar, entramos en la oficina como alma que lleva el diablo y vimos tranquilamente en su mesa sentado el chico de inspección contando billete a billete varios tacos de cien, quedándose algo sorprendido nada más vernos entrar
-¿Ya habéis comido?...-decía el chaval extrañado -, no me lo puedo creer…
-No, estábamos a punto de que nos sirvieran el primer plato – respondía Solanes ya más tranquilo, y enseguida le contó por encima el motivo de nuestro regreso a la oficina tan repentino
-¡Pero bueno, sí que pensáis mal…si os he enseñado mi carnet de la subdirección general de inspección!, ¿Cómo dudáis de mí?...
-Es que eso también se puede falsificar, chicarrón – contestaba socarronamente Solanes -, hoy día contra menos te fíes de la gente, mejor…
Minutos después ya estábamos nuevamente en el restaurante empezando ya mucho más tranquilo nuestra comida. La verdad es que podíamos habernos ido ambos a nuestras casas a comer, pero por aquello de volver enseguida a ver terminar el arqueo, fue por lo que decidimos efectuar una comida rápida. No obstante, también hablamos sobre nuestra actitud, que tampoco fue muy ortodoxa, toda vez que no debíamos haber dejado solo al inspector, porque uno de nosotros tendría que haber estado presente. ¿Y si a este elemento le da por indicar en nuestros expedientes la falta de atención y dejadez por tal actuación? Comimos en menos de diez minutos y en un plis plas volvimos a la oficina, aunque la pata ya estaba metida hasta el corvejón.
A los pocos días de marcharse Zapico, nos enviaron a otro chaval del departamento técnico. ¿Cómo era posible que con la mierda de oficinilla que teníamos pudiésemos caber allí siete personas? Ahora que lo pienso no me hago composición de lugar, pero era así. El largo mostrador se habilitaba para los puestos de estos chicos de inspección y técnica, que, aunque se sentaba uno al lado del otro, guardaban las distancias. Por entonces ambos departamentos sentían celos unos de otros, ya que los de inspección eran los niños pijos del banco y los de técnica los más listos. Si queréis que os diga la verdad yo prefería a los de técnica, pues eran muy normales, nada creídos y excelentes personas, mientras que los de inspección…bueno, ya os iré contando, ya.
Aquel chaval que nos vino era Juan Fernández Rey, un cordobés muy simpático y extrovertido. Le gustaba los “pelotazos” más que a un tonto un lápiz, y casi todos los días se cascaba varios combinados de ginebra que le hacía irse a dormir un poco alterado, siempre a horas intempestivas, como 2 y 3 de la madrugada. Como consecuencia de ello, siempre venía a la oficina pasadas las 10 de la mañana, pero eso sí, no se le notaba nada, más tieso que una mojama y contando chistes. Pero claro, esos desajustes horarios hicieron que un día lo llamase el sr. Benavent, su jefe en Madrid y aunque eran las 11 de la mañana, aún no había aparecido. Ello supuso que ya sobre las 12 volviese a llamar sin que Fernández diese señales de vida. Al parecer en el departamento ya le estaban siguiendo sus trasnochadas borracheras y Benavent me sacó toda la información que pudo y más, a pesar de que yo le iba arropando con mis suaves invenciones que no tardaron en descubrir. Inmediatamente fue llamado a Madrid y se marchó del puerto. Era buen chaval, pero muy aficionado al Larios y no precisamente a la calle principal de Málaga.
Se acercaba el día de san Carlos Borromeo, patrón de la banca, y el sr. Huertas en uno de esos días que bajó al puerto, nos comentó que se iba a celebrar una comida en el restaurante El Pino, a la que como todos los años irían invitadas las señoras de los empleados, así como también las novias. Como Almenara y Faura eran dependencias de Sagunto, también entraban en esa multitudinaria comida. Huertas le encargó a Solanes la preparación de la misma, puesto que como nosotros veíamos casi todos los días a Isidoro, dueño del mismo, podríamos concertar precios, menús, etc, tras una revisión por su parte y la aquiescencia de Terribas. Todo iba a salir genial, pues al parecer Huertas ya era “experto” en esta clase de celebraciones.
A las tres y media de aquel cuatro de noviembre del año 72, ya estábamos llenando aquel salón del restaurante, con más de 70 comensales. Las mujeres, coquetas como ellas solas, lucían sus mejores galas y la verdad que todas iban guapísimas, aunque para mí, mi Reme era la mejor, para qué voy a andarme por las ramas, lucía toda su belleza y su tipazo que a sus veintisiete años no había quien la igualara: espectacular.
Nos sentamos junto a Avelino, un joven apoderado de Sagunto con el que me llevaba divinamente. Reme y su mujer, hicieron muy buena amistad, pues eran de caracteres muy parecidos. Lógicamente, tanto Solanes como Goda con sus respectivas señoras también se sentaron muy cerca de nosotros. La verdad es que Reme y yo éramos los forasteros en aquella comida, la complicidad y sobre todo la empatía que aquellos compañeros de Sagunto y Almenara demostraron fue digna de elogio, aunque eso sí, el chapurreo entre ellos fuese siempre en su dialecto valenciano.
Platitos de jamón, lomo, queso, croquetitas y gambas cocidas fueron los entrantes distribuidos en todas las mesas, mientras que la cerveza y el vino empezaron a acompañar la inminente comida. Una descomunal pierna de cordero para cada comensal con un aspecto impresionante, fue el primer plato que degustamos, que ya con eso y los entrantes, prácticamente habíamos comido. Pero yo desconocía el buen y copioso yantar que tenían los valencianos, y a continuación nos sirvieron de segundo plato un emperador en salsa marinera al que ya hicimos hueco en nuestros estómagos tratando de que aquella delicia no se quedara en el plato. Para finalizar una exquisita tarta de la casa coronaba aquella auténtica comida de la que aún estoy haciendo la digestión…¡pero que exagerado que soy!...
Y como no podía faltar en la sobremesa, hablaron Huertas y Solanes, y mi director agradeció en su nombre y en el mío, la acogida que habíamos tenido por parte del personal directivo de Sagunto, y ahora con los empleados que asistían a la comida. Para finalizar, pusieron el himno de Valencia que todos en pie y casi con lágrimas en los ojos entonaron con emoción y orgullo. Yo, os puedo asegurar que también se me pusieron los ojos muy, muy cristalinos, y posiblemente resbaló por mis mejillas alguna furtiva lágrima. En esos momentos, tanto Reme como yo sabíamos que acabábamos de llegar a una tierra que nos iba a tratar muy bien, y la verdad es que no nos equivocamos ni un pelo: ya lo veréis.
(Continuará)